La Toma de la Hacienda de Ayrabamba I

 

 

Los conflictos entre campesinos y hacendados de Concepción (Ayacucho) resurgieron en 1942. El comité Pro-comunidad Indígena de Concepción, fundado dos años atrás, luchaba por obtener el reconocimiento oficial de “comunidad indígena” para Concepción. El título sería utilizado por los campesinos para iniciar una querella judicial para validar sus derechos de tenencia de la tierra y poder elegir a sus representantes.

En el libro “Ahora el Perú es mío,” el activista Manuel Llamojha Mitma narra que el comité estaba formado por nativos de Concepción que emigraron a Lima. Al convencerse que al gobierno no le importaban los campesinos, se organizaron para obtener justicia. Su ímpetu nacía de la solidaridad, y las ansias de enmendar su tormentoso pasado. La mayoría tenía recuerdos traumáticos de su infancia. Por entonces, la violencia no provenía de las autoridades, ni los policías ni las guerrillas. El terror era ejercido por los terratenientes o gamonales.

Violencia Gamonalista


Nacido en 1921, Manuel Llamojha creció durante tiempos revolucionarios. En 1920, la furia se había desatado en los pueblos indígenas del Centro y Sur del Perú. Alrededor de 145 comunidades andinas se organizaron para detener los abusos de los terratenientes. Aquellos esfuerzos dieron como fruto a la organización Pro-Derecho Indígena Tahuantinsuyo. Según el académico Carlos Arroyo Reyes, dicha organización se originó en Lima, en 1916, y tuvo masiva acogida en provincias. Su labor fue concientizar a las comunidades indígenas y “hacerles reconocer sus derechos políticos, económicos y sociales” y reforzar su “igualdad frente a las leyes y la Constitución de la República.” 

 

Campesinos de Cusco, 1931, por Martin Chambi

 

La organización Pro-Derecho Indígena Tahuantinsuyo destapó la verdad concerniente a la miríada de abusos perpetrados contra los campesinos. Revelaron y publicitaron la violencia de los despóticos terratenientes, con el objeto de desmitificar la percepción reinante. Pero los terratenientes, coludidos con las autoridades, desataron la violencia.

Enumero aquí algunos de sus crímenes: Domingo Huarca, el admirado comunero de Tocroyoc, Cusco, fue asesinado por encargo de los gamonales en 1921; en 1923, los campesinos de Huancho, Puno, que denunciaron los abusos de la Hacienda Huancané, fueron acribillados en la “Masacre de Huancho,” entre ellos el líder sindical Evaristo Corimayhua Carcasi; los gamonales ordenaron incendiar “más de sesenta locales escolares” en Huancané, y asesinaron a tres estudiantes campesinos, según el entonces Obispo de Puno, Monseñor Cossío; el líder campesino Carlos Condorena denunció el encarcelamiento y tortura de los profesores de las escuelas en Puno y Cusco; el dirigente Vicente Tinta Cocca, de Macusani, Puno, también fue asesinado por los gamonales en 1921; el académico Wilfredo Kapsoli ha detallado los crímenes e intimidación ejercidas por los terratenientes de Canas y Espinar, en Cusco; algunos gamonales, coludidos con la prensa, también publicaron críticas, acusando a los líderes sindicales de “criminales avezados,” “asesinos”, y “explotadores” de la masa indígena.


‘Desde un principio, el comité Pro-Derecho Indígena Tahuantinsuyo concitó el odio feroz y visceral de los gamonales, quienes, recurriendo a una serie de calumnias, triquiñuelas e intrigas, lanzaron rayos y fuego para que el gobierno de Augusto B. Leguía aplastase a esta organización campesina’ – Carlos Arroyo Reyes


¿Quienes eran esos terratenientes? ¿Qué clase de inhumanos gamonales le extirparon los ojos a Domingo Huarca para luego colgarlo de la torre de una iglesia? Indudablemente, los crímenes de estos terratenientes podrían ser definidos como “actos terroristas.” Según la Resolución 1540 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas del año 2004, se denomina terrorismo a “actos criminales, inclusive contra civiles, cometidos con la intención de causar la muerte o lesiones corporales graves o de tomar rehenes con el propósito de provocar un estado de terror en la población en general, o en un grupo de personas o en determinada persona, para intimidar a una población.”

¿Por qué estos gamonales nunca fueron procesados por la justicia? ¿Por qué sus actos terroristas sólo son conocidos por los especialistas? Estos oscuros capítulos históricos debieron enseñarse desde la primaria, pues detallan el sufrimiento de nuestros más desamparados compatriotas. Pero como eran indígenas, campesinos y quechua-hablantes, no podían ser “ciudadanos” con derechos ni mucho menos “Peruanos” dentro de la podrida idea de nación concebida por una élite racista, avalada por un estado oligárquico. Y es que desde el inicio de nuestra república, la violencia gamonalista engendró las condiciones para la futura aparición de otro grupo más violento: Sendero Luminoso.

 

 

Según el historiador Luis Miguel Glave, los gamonales, amparados en “fraguados contratos escritos,” controlaban las tierras, y con el poder de las armas, intimidaban a los campesinos, acusándolos de “fabuladores y viles,” y atribuyendo tal comportamiento a “la natural idiosincrasia” del campesino. Con ello, reforzaban los prejuicios racistas y clasistas, estigmatizando al campesino y al “cholo” con lo perverso y lo criminal.

Por otro lado, los gamonales continuaron con su abuso impunemente: “robo de ganado, apropiación ilícita de tierras, incendios de chozas, obligación tributaria por servicios incumplidos o ganado perdido, etcétera.” Intimidar, calumniar, violar, robar, eran prácticas extendidas del gamonal, mientras el campesinado languidecía en la esclavitud.

Robándole al Campesino


El robo de ganado se camuflaba bajo la regla del “hierbaje” o derecho de pastos. Si el ganado del campesino pastaba en la tierra del gamonal, el campesino tenía la obligación de entregarle unas cabezas de ganado. Detalle: todas las tierras le pertenecían al gamonal y el ganado del campesino era ínfimo. Esta manera de robarle a los más pobres era una ley implícita en las haciendas, so pena de prisión o tortura.

A los siete años de edad, Manuel Llamojha tuvo su primer encuentro con la violencia gamonalista. Se trataba de la familia Parodi, propietarios de La Hacienda San Germán de Ayrabamba. Era la hacienda más moderna del sur de Ayacucho, con maquinaria productora de azúcar y aguardiente, y que acaparaba la mayoría de tierras de Concepción.

Un día, los peones armados de Parodi recorrieron las tierras gritando “¡hierbaje!”y se robaron las ovejas que Manuel había sacado a pastar. El niño volvió a su casa llorando, y muy asustado. Su enfurecido padre acudió a la hacienda para reclamar, pero la hacendada Maria Elodia de Parodi no le devolvió nada.

Las intimidaciones continuaron. Los peones de los Parodi solían “disparar al aire” con sus fusiles, apedreaban a campesinos, y daban de “latigazos a sus mujeres y niños.” La académica Jaymie P. Heilman asegura que, en todos esos años, los Parodi se robaron “setenta cabezas de ganado, cuarenta caballos, seiscientas ovejas y doscientas cabras.” Cuando los campesinos presentaron sus quejas a las autoridades, el gobierno Ayacuchano hizo caso omiso.


‘Sí, sí. Cuando nosotros trabajábamos en las haciendas, nos maltrataban. Nos amarraban de los brazos, y nos daban de latigazos…’ – Manuel Llamojha Mitma


Esta experiencia infantil marcó la vida de Manuel Llamojha. Por ello avocó su vida al activismo para luchar contra el despotismo del hacendado. Por medio del comité Pro-comunidad Indígena de Concepción, el jóven Llamojha escribía cartas de protesta y denuncias a las autoridades Limeñas. El reconocimiento oficial de comunidad indígena, y la autorización para elegir a sus representantes, eran necesarios por un motivo. Las autoridades y los líderes de Concepción (Juan Zea, el personero, y Grimaldo Castillo, el teniente gobernador) favorecían a los Parodi, pues recibían sobornos bajo la mesa.

 

 

         Manuel Llamojha Mitma

 

Juan Zea amedrentaba a los campesinos, pidiéndoles dinero, y hurtando sus cabezas de ganado. Amenazaba de muerte a todo aquel que se resistía. Grimaldo Castillo, por su parte, actuaba como espía de los Parodi. Les informaba cuantas cabezas de ganado tenía cada campesino. Los campesinos ni siquiera podían ocultar sus ganados, pues los Parodi ya sabían cuanto robarle a cada uno.

Castillo era meticuloso en sus registros, pero sólo cuando le convenía. Al cobrar impuestos, solía imputarle mas cabezas de ganado a cada campesino, para así cobrarles más. Una vez acusó a Llamojha de tener cincuenta y tres cabezas de ganado. Llamojha, que no tenía ningún ganado, recibió una tarifa tributaria que no pudo impugnar. Lo mismo que los Parodi, tanto Castillo como Zea despreciaban profundamente a los campesinos. Eran soberbios, se creían de una “raza superior” y sólo hablaban pestes de los “indios.” “¡Indios! ¡Indios criminales!” les insultaban públicamente, y murmuraban: “tenemos que joderlos a estos.”

El racismo y el clasismo eran herramientas claves para perpetuar el terror gamonalista. Es decir, eran los tentáculos de su aparato disciplinario y punitivo. Si la discriminación en los andes persistía, se debía a que era una práctica muy solicitada y mejor recompensada en su sistema feudal. Despreciar y liquidar moralmente al campesino era muy útil para estos funcionarios, pues según Llamojha, aquello garantizaba su permanencia en el cargo. Por eso mismo, eran las “perpetuas autoridades” del pueblo. 

En 1944, Concepción obtuvo el reconocimiento oficial de comunidad indígena. Aquello fue inútil, pues toda iniciativa pro-campesinal fue bloqueada por las autoridades señaladas a dedo. Llamojha continuó férreamente su activismo, pero las autoridades lo acusaron de agitador. Fabricaron pruebas en su contra (cartas ficticias), y pasó múltiples temporadas en prisión. “La cárcel era como mi hogar,” dijo alguna vez.

En 1956, Llamojha finalmente fue elegido personero de Concepción, y los hacendados intentaron sobornarlo. Elodia de Parodi le pidió que firmara un documento ministerial, por el cual el personero se comprometía a enviar a unos campesinos a trabajar por un mes en la hacienda. Era un trabajo sin remuneración. A cambio, Elodia de Parodi le prometió a Llamojha conseguirle un puesto en el municipio y comprarle una casa. También le obsequió una bolsa de naranjas y seis botellas de aguardiente.

Llamojha rechazó los sobornos con una carta: “Nosotros no vivimos en la hacienda. Vivimos en nuestra comunidad. Nadie va a trabajar gratis. Usted nos tiene que pagar…usted tiene que cumplir con su deber. Además, usted no debería imponernos el ‘hierbaje.’ Eso está prohibido…” De inmediato, la enfurecida hacendada presentó una denuncia a la policía: declaró que varios campesinos habían invadido y saqueado su hacienda, y que la habían incendiado. Según ella, Llamojha era el autor intelectual de aquel saqueo. En realidad, no había sucedido ningún saqueo ni incendio. Todo había sido una vil patraña. La policía ni siquiera se dignó a verificar la acusación. Acudieron al hogar de Llamojha para arrestarlo, pero este ya se había fugado.

Llamojha vivió en la clandestinidad, hasta que en 1958, pudo probar que las acusaciones en su contra eran falsas. Tenía 38 años. Toda su vida había anhelado hallar un poco de justicia, pero sólo encontró odio, calumnias, y persecución política por un estado terrorista.𝔖