En Concepción no habían escuelas, y los campesinos eran analfabetos. En un principio, su padre también lo fué. Pero su padre quiso aprender, y luego de vender un torito, contrató a un profesor para que le enseñara.
Años después, su padre le enseñó a leer. Era un hombre muy severo, pero su rectitud fue beneficiosa. Gracias a él, adquirió una férrea disciplina para leer y escribir. El pequeño Manuel no se conformó con ese logro. Era muy hábil, y al poco tiempo, ya le enseñaba a leer a los niños de Concepción. Solían sentarse en las praderas de la puna, rodeados por las ovejas que Manuel llevaba a pastar. Eran tan pobres que no tenían cuadernos, pero esbozaban el abecedario usando las hojas del maguey.
Manuel se sentía orgulloso. Tenía siete años, y sus compañeros lo respetaban. A pesar de las carencias, el niño no cesaba de soñar. Quería ser alcalde, militar, sacerdote, y hasta presidente del Perú. Gracias a la lectura, se sentía invencible, y capaz de lograr cualquier meta.
Pero en una tarde de 1928, todo cambió. Mientras pastaba sus ovejas en la puna, aparecieron unos peones armados y policías gritando: ¡hierbaje! Se le acercaron, amenazantes con sus fusiles, y se llevaron todas sus ovejas. El niño volvió a casa muy asustado, llorando, y su enfurecido padre le resondró. Su padre luego acudiría a la Hacienda de Ayrabamba a reclamar que le devolvieran sus ovejas. Pero la hacendada se negó rotundamente. Todos los habitantes de Concepción debían atenerse a la ley del hierbaje.
Fue una experiencia muy aleccionadora. Su visión del mundo se derrumbó. Descubrió que la libertad, la igualdad, la patria, la justicia, en realidad no existían, ya que eran señuelos que encubrían una siniestra realidad. Vivía en un mundo en donde todo parecía girar bajo un eje: la lucha de clases.
A diferencia de las ciudades, en Concepción todo se percibía claramente. En un pueblo sin instituciones, ni reglamentos, ni estructuras, era fácil distinguir quienes manipulaban los hilos del poder, pues allí no había una parafernalia que la camuflase. Y siendo joven lo descubrió. Todo esfuerzo por beneficiar al campesinado fue saboteado por los Parodi, gamonales de la Hacienda de Ayrabamba. Su opinión sobre la lucha de clases se solidificó.
Inicialmente dueños de pocas hectáreas, los Parodi acapararon más tierras, por medio de sobornos, amenazas y violencia. Su objetivo era evidente: hambrear al pueblo, para así explotarlo fácilmente. Sin tierras ni alimentos, los comuneros trabajarían gratis, recibiendo a cambio sólo migajas y licor. Pues tanto en Manchester como en Concepción, el objetivo del capitalismo era el mismo. Destruir la dignidad del individuo, volverlo un zombi, sin opciones viables, sin pensamiento, ni voluntad propia.
Pretender que los campesinos trabajaran gratis no era inaudito. Los gamonales simplemente mantenían una tradición histórica. En la era colonial, en las encomiendas, las haciendas y los obrajes, el trabajo no remunerado era obligatorio. Quinientos años después, los nombres y los títulos cambiaban, pero el sistema era el mismo. La ley seguía siendo manipulada por los gamonales y funcionarios, así como siglos atrás lo hicieron los corregidores y los curas.
En Concepción todo cambiaba, excepto la miseria y la esclavitud. Pero Llamojha era un ser muy inusual en Ayacucho: podía leer y escribir. “¿Por qué habría de tolerar la explotación de mi pueblo?, se cuestionó. Sin educación formal y sin apoyo alguno, rechazó el papel que el mundo le impuso y decidió luchar contra los hacendados.
Portando una máquina de escribir, Llamojha visitó Ccaccamarca, Santa Rosa, Pomacocha, y otras comunidades ayacuchanas. Los campesinos le describieron la cruel rutina laboral en las haciendas. Las mujeres y ancianas, entre lágrimas, le relataron todas las humillaciones recibidas.
‘Tenemos que luchar. Debemos organizar bien a las masas y no abandonarlas. Necesitamos continuar la lucha hasta alcanzar los objetivos del campesinado y los del pueblo, que necesita liberarse de las garras de la tiranía. La lucha es hermosa cuando las masas están unidas.’
En sus escritos, Llamojha no guardaba remilgos. Rechazando el pacto infame de hablar a media voz, Llamojha denunció los robos de ganado, los castigos con látigo, los encierros en calabozos, las amenazas y vejaciones, las pedradas recibidas, y la explotación de campesinas, ancianos, y niños. A través de cartas, testimonios, manifiestos y panfletos, Llamojha desbarató las mentiras del gamonal, y registró la realidad campesina del Centro del Perú,
Las clases dominantes no proclamaban la lucha de clases. La ejercían silenciosamente. Por cinco siglos criminalizaron la vida del indio. Sus hábitos, prácticas, y hasta su lenguaje fueron sancionados, legal y tácitamente, para así destruir su dignidad. Y la civilización Occidental, centrada en la egolatría y la competitividad, los degeneraba aún más predicándoles la resignación.
En un pasado no muy lejano los Incas habían alcanzado la opulencia y la gloria. Pero ahora, bajo el yugo colonial, hasta lo moral y lo cotidiano se impregnaba de violencia y de nihilismo. Los campesinos vivían en el miedo. Susurraban el Quechua, y dudaban en enseñarle esa maravillosa lengua a sus hijos. Viviendo en tamaña degeneración, Llamojha lo tenía claro: El Quechua era el lenguaje de la solidaridad, la justicia, la libertad y de la verdad. Por ello, Llamojha creía que el mito del Inkarri era certero. El Inkarri, por medio del clamor popular y la cultura ancestral, retornaría a redimir a su pueblo.
Y si la lucha de clases era cultural, la mejor forma de contraataque era restableciendo la sabiduría del ayni, el trabajo comunitario, la ayuda mutua, la generosidad, la solidaridad. “Rescatando las tradiciones de ayuda mutua, no seremos explotados ni recibiremos migajas, pues, así como en el Incanato, todos recibiremos alimentos por igual,” decía Llamojha. Sin desmayar, intentó reavivar el ayni a través de sindicatos, uniones, grupos de apoyo, etc.
Debido a su contacto con las masas campesinas, entendió el problema andino con profundidad. Dejó de lado el énfasis de la lucha de clases para visualizar una revolución autóctona e indigenista. Profesó una ideología anticolonialista, en la cual fomentaba el Quechua y la cultura ancestral del Tawantinsuyu como herramientas de liberación. A su entender, una transformación social era imposible si antes no se incluían los preceptos de la cosmovisión andina.
Fiel a dichas convicciones, rechazó enérgicamente la Revolución Velasquista. Como una plantita de la puna, una revolución debía emerger naturalmente, y sin ayuda de prótesis artificiales que contaminasen a la plantita. Comprendió que las imposiciones del gobierno revolucionario, la burocratización, la sumisión ante un régimen militar, y, la peor injuria, remunerar al hacendado por las tierras invadidas, acabarían por corromper al pueblo, y extinguirían su sed revolucionaria. A su entender, la reforma Velasquista fue una treta para engatusar al pueblo, precisamente cuando una auténtica revolución ya se iba cristalizando.
Como lo predijo, la reforma agraria acabó por dividir a sus dirigentes. La CCP, Confederación Campesina del Perú, en antaño sólida y unida, se corrompió y dividió en tres facciones. Llamojha fue repudiado, y relegado a una ínfima federación Cuzqueña, en 1972. Fue entonces cuando un discreto profesor asistió a sus asambleas. Ese profesor, lacónico y reservado, era Abimael Guzmán. Aún no se convertía en el “camarada Gonzalo,” ni tampoco profesaba ideas tan radicales.
Se reunieron en dos ocasiones. Guzmán era muy dogmático, renuente a debatir ideas, y muy ignorante sobre la problemática andina. A Llamojha, de carácter franco y abierto, la obsesión de Abimael por la lucha de clases le pareció absurda. Era muy ingenuo soñar con una “revolución proletaria” en una nación andina y quechua hablante. Abimael, por su parte, también desdeñó el enfoque etnocultural de Llamojha, que daba las espaldas al “internacionalismo proletario.” Para su fortuna, no congeniaron. Llamojha observó que el talón de Aquiles de Abimael, (y su partido) fue su ignorancia cultural. Su ideario y praxis destilaban esencias pequeño-burguesas y eurocentristas, totalmente desconectadas de la realidad andina.
Llamojha era muy listo. Desde jóven, comprendió que, en el Perú, todo aquel que solicitaba justicia acababa muerto o en la cárcel. Por ello, rara vez incluyó su nombre en los manifiestos, cartas y alegatos que escribió. (Los autores de los folletos e informes de la CCP también eran “anónimos.”) Cuando sus primeras publicaciones aparecieron, muchos aseguraron que Llamojha, por ser un “campesino,” no tenía la capacidad de escribir dichos documentos. Por ello, en un principio la policía no anduvo tras sus pasos. Pero años después descubrirían que sí se trataba de él.
Luego de organizar agitaciones campesinas y tomas de tierras en Ccaccabamba, Pomacocha y Ayrabamba, Llamojha se convirtió en un fugitivo. Las autoridades saquearon su casa, y lo acusaron de ladrón, estafador, incendiario, impostor, y otras calumnias armadas con documentos falsos. También pasó temporadas en prisión. “Me llevaban a la cárcel de dos a tres veces al año. La cárcel era como mi hogar,” confesó. Bajo persecución, Llamojha se refugió en las cordilleras andinas. Algunos campesinos le llevaban comida y frazadas a su escondite. Se mudó a Lima para evadir a sus captores, y reanudar su activismo.
El poder se ejerce inoculando el miedo, el odio, y la división. Pero Llamojha fue inmune a su influencia. Nunca tuvo miedo en denunciar las injusticias, y tanto el egocentrismo como la división fomentada por las élites se debilitaban cuando Llamojha predicaba los beneficios del ayni. Nunca dejó de advertir que todas las “virtudes” o prácticas promovidas por los mistis sólo encaminaban a la destrucción del indio. Por su coraje y nobleza se ganó el apelativo: El León del Valle del Pampas.
Fomentó sindicatos y coaliciones campesinas durante una época de violenta represión. Intentó incentivar la unión popular y la solidaridad, consciente de que los peores lastres del Perú son el ningunear al otro, pisotear al más débil, y rehusarse a dialogar sobre sus problemas. El diálogo era vital. Pero a su parecer, todas las instituciones políticas, educativas y gubernamentales sólo fueron diseñadas para eliminar la posibilidad de ese diálogo, y destruir la percepción y la sabiduría del pueblo andino. Profesaba la visión Vallejiana del cuento “Paco Yunque,” que mientras mas “aculturada,” sofisticada, y educada era una persona, más insensible, manipuladora, e inhumana se volvía.
‘E n la lucha campesina, debemos mantenernos firmes. No podemos vacilar y debemos guíar a las masas. Las masas se afianzan en su líder. Cuando su líder se mantiene firme y no se amedrenta, las masas lo apoyan. Tenemos que luchar con firmeza, porque si uno se desanima, todos se desaniman. Lucharemos hasta alcanzar el triunfo final.’
No creía en la lucha de clases, y sin embargo, la represión asesinó a decenas de líderes sindicales que, como él, repudiaron el accionar de Sendero Luminoso. A veces pensaba que era un milagro el haber sobrevivido a la guerra interna de 1980-1995.
Tras más de medio siglo de activismo, en 1980, Manuel Llamojha fue una de las primeras víctimas del “terruqueo” (aquella arma sigilosa y eficaz, promotora del miedo, el odio, y la paranoia, y por la cual las personas se destruyen mutuamente.) En 1980, su hijo Herbert Llamojha fue testigo presencial de la toma de la hacienda de Ayrabamba por Sendero Luminoso. Desde entonces, Herbert también fue terruqueado, y sería asesinado por el ejército en 1982.
Tras la desaparición de su hijo, Manuel Llamojha no volvió a ser el mismo. Fue un golpe desgarrador. No lo asesinaron físicamente pero sí espiritualmente. Su furia, su vitalidad, y su entusiasmo disminuyeron. Su activismo se redujo, limitándose a asesorar a los campesinos con cualquier trámite legal. En su última entrevista, ya anciano, confesó: “me han hecho brujería……es muy triste la vida, pues.”

Llamojha perteneció a aquella finísima tradicion de intelectuales descrita por el filósofo Edward Said. Llamojha fue un “exiliado y un marginal,” un “francotirador” de verbo aguerrido, y la voz de los desposeídos y marginados. Su crítica fue violenta y tenaz, abocada en desmantelar la violencia estructural de un país moralmente corrompido y podrido desde la raíz.
Toda cultura es de por sí limitante, poniendo barreras a la imaginación, y anestesiando las aptitudes y el potencial humano. Por ello, como afirmaba Edward Said, “un intelectual se rebela ante la silente opresión que toda cultura impone.” Específicamente, se rebela ante aquel “proceso de estereotipación” con la cual se osifica y “aniquila a todas las cosas dotadas de vida genuina.” Manuel Llamojha cultivaba aquella rebeldía en sus manifiestos, y en su vida misma. En su intento por “romper con los estereotipos de visión y representación” de la colonización, su vida se caracterizó por el perpetuo intento de “des-hispanizarse,” tanto en la lengua como en sus costumbres, pues veía en ello un proceso de purificación para alcanzar un ethos más afín a sus raíces indígenas. Por eso insistía en reinstaurar la cosmovisión andina, pues con ello desecharían los estereotipos hispanistas, para así restituirle a las cosas aquella dimensión mágica y misteriosa, y darse la licencia de reimaginarlas y transformarlas. Manuel hasta se rehusó a modificar su apellido por el hispanizante “Llamocca,” como se estilaba entonces.
En sus escritos hay rabia e indignación, útiles para proferir verdades impopulares. Durante la guerra interna, sus manuscritos fueron confiscados e incinerados por la policía. El resto ha quedado desperdigado en varios archivos y son difíciles de hallar. La académica Jaymie Patricia Heilman halló algunos documentos, y pudo entrevistarlo en vida. Fruto de ese esfuerzo es el libro “Now Peru is mine” (Ahora el Perú es mío), el cual fue traducido y publicado en español como: “Yo hice temblar a los hacendados.”
Llamojha es casi un desconocido en el Perú. Su olvido es producto del consenso o hegemonía, que invisibiliza o criminaliza a la gente honorable, y que honra y rememora a los infames. Pero para desenmascarar al consenso, debemos aplicar la ley de la inversa. Si Llamojha ahora es considerado “irrelevante” es porque fue realmente importante, y por que su activismo fue un peligro para los intereses del poder.
Actualmente, el libro “Now Peru is mine” es recomendado y estudiado en el Phillips Exeter Academy, una de las escuelas mas prestigiosas de los Estados Unidos. Si los alumnos que reciben una de las mejores educaciones del mundo estudian la obra de Manuel Llamojha, ¿por qué no podrían hacerlo los alumnos del Perú? Respuesta: Por que en el Perú existen intereses que conspiran para erradicar el pensamiento crítico en todas sus instituciones y rubros.
Culminada la guerra interna, el gobierno fascista ya no se dedicó a matar personas sino conciencias. La violencia militar cesó para dar paso a la violencia burocrática e institucional, bajo la cuartada de “democracia.” Hoy en día, la educación estatal es una forma de oscurantismo, que te enseña a no pensar, y a agachar la cabeza ante el status quo.
Indudablemente, Llamojha visualizó este desenlace, y luchó hasta el final para evitarlo, arriesgándose, y entregándolo todo.
Llamojha murió el 31 de Mayo del 2016.𝔖
Nota: La información de este artículo fue obtenida del libro “Now Peru is mine” de la historiadora Jaymie Patricia Heilman. Todo el crédito se otorga a la autora de este notable libro.
