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Las Lloronas de La Lima Colonial

Me Alquilo para Llorar

 

Hay una frase popular que dicta que «todo muerto es bueno.» No es una alusión a que la gente únicamente se acuerda de nosotros en el día en que nos morimos. Se refiere mas bien a que el concepto que la gente nos tiene cambia el día de nuestra muerte. En vida, nuestros enemigos seguramente pensaron «¡Qué malvado personaje, ojalá y lo parta un rayo!» Pero en nuestro velorio todos dicen: «¡Qué pena que se murió si era tan bueno!»

Y sí; todo muerto es bueno. Guardar las apariencias es parte de nuestra naturaleza. Es evidente que una buena imagen pública es indispensable para sobrevivir. Sin embargo, la vanidad es en ocasiones exagerada. Han habido casos en que la gente ha invertido dinero para que su «límpida» reputación se mantenga hasta después de muertos. Y cuando hay demanda siempre existirá una oferta. En la Lima Colonial, por ejemplo, había un grupo de señoras que se alquilaban para honrar a alguien en su velorio. Se hacían llamar «Las Lloronas.»

Me Alquilo Para Llorar


Los potentados Limeños se aseguraban de tener un memorable entierro. Adam Warren, académico de la Universidad de Pittsburg, asegura que los Limeños adinerados creían que un pomposo ritual era «indispensable para cruzar el purgatorio lo mas pronto posible.» Algunos hasta escribían anticipadamente las instrucciones sobre cómo se realizaría su velorio. Con dicho fin, estos señores se integraban a una cofradía, que eran hermandades laicas en la colonia. Las mas poderosas cofradías se encargaban de oficiar unos pomposos funerales, con el objeto de ensalzar al finado.

Se preparaba entonces un velorio, con una procesión que duraba varios días. Aun así el cuerpo atravesara tal descomposición, las ceremonias, plegarias, y discursos continuaban. Lo importante era aparentar que el muerto fue un «hombre bueno» y valía la pena. Pero nada era tan convincente cómo presenciar el dolor y lamento de los enlutados. Y para esto, ya existían mujeres dispuestas a llorar a cambio de dinero.


‘Profesionales en su oficio, estas mujeres no dejaban de llorar por varios días, a vista de todo mundo. Tan seria era su vocación que, al no quedarles más lágrimas, llevaban una loción de ajos y cebollas para untarse los ojos.’


Según las «Tradiciones Peruanas» de Ricardo Palma, las «lloronas» era una asociación de mujeres «viejas como el pecado,» «feas como el chisme» y que vestían un atuendo de «bruja y rufiana.» A pesar de ello, estas mujeres eran muy solicitadas. Apenas moría un señorón Limeño, se buscaba a la llorona mas popular, la que a su vez convocaba a otras más. Se pagaban cuatro pesos para la jefa, y dos para cada subalterna.

Ricardo Palma afirma que las lloronas eran muy adiestradas. Profesionales en su oficio, estas mujeres no dejaban de llorar por varios días, a vista de todo mundo. Tan seria era su vocación que, al no quedarles más lágrimas, llevaban una loción de ajos y cebollas para untarse los ojos. Y así la plañidera continuaba imparable. Si el muerto tuvo una mala reputación, las lloronas recibían un pago extra o bono. Aquel garantizaba que las viejas, a mitad de procesión, fingieran desmayos, gritos escandalosos e histéricos, y también ataques epilépticos.

Además, las lloronas exaltaban las virtudes del muerto. Vociferaban «¡Ay, ay! ¡Tan generoso y caritativo!¡ Tan valiente y animoso! ¡Tan honrado y buen cristiano!,» cuando el muerto realmente había sido todo lo contrario.

Esta institución colonial se mantuvo por casi dos siglos. Era ya parte de nuestra cultura.

El Fin del Negocio



 
En 1780, sin embargo, la costumbre fue en decadencia. Ricardo Palma sostuvo que, en 1807, el arzobispo Bartolomé María de las Heras mandó callar a una de las lloronas durante una procesión. El prelado se ensañó con las lloronas y prohibió contratarlas para cualquier funeral.

Pero los eruditos de nuestros días opinan lo contrario. La desaparición de las lloronas fueron mas bien producto de algunas fricciones políticas. El gobierno virreynal, receloso del poder de la iglesia, ordenó cancelar las procesiones funerarias. El Virrey Francisco Gil de Taboada temía la enorme influencia que la iglesia católica ejercía sobre las masas. Una manera de contrarrestarlas, pensó él, era eliminar esas ruidosas y prolongadas procesiones funerarias.

Fue así que la audiencia introdujo varias prohibiciones. Dichas leyes tardaron en efectuarse pues se trataban de costumbres muy arraigadas. Pero a mediados de 1820, las pomposas procesiones desaparecieron, llevándose consigo a las lloronas.𝔖

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